domingo, 6 de marzo de 2011

La mente, las imágenes, el sentido

Una lectura sobre El cisne negro (Aronofsky, 2011)


Las imágenes como mandatos sociales
Las imágenes que devuelven los espejos, los reflejos en las ventanillas del subte, la mirada de los otros, se impregnan en el cuerpo de la bailarina y lo disciplinan, lo modelan, lo destruyen, le exigen…
Son eficaces; nada parece detener a esas imágenes, que son poderosas portadoras de modelos, deberes, estéticas, parámetros… No son las palabras las portadoras por excelencia de los discursos morales que atentan contra nuestra bailarina (de hecho, no está mal lo que “le dice” su profesor, o sus compañeras), sino que se trata “simplemente” de imágenes.
¿Qué lenguaje hablan las imágenes?

La frontera
Vemos el film y tal vez podemos decir que no es “exceso de mente” o “mente productora de locura” lo que atenta contra nuestra bailarina, sino ausencia de la “mente” como interfaz entre el mundo de las imágenes y su vida… Es decir, Nina no “paranoiquea”, no es un “mambo personal”; no son fantasmas creados por su mente… Al contrario, podríamos decir que son las imágenes mismas, tal cual son, tal cual se le impregnan, lo que va destruyendo en realidad a la bailarina; ¿será que Nina experimenta una especie de ausencia de una “mente” entendida como interfaz entre las imágenes y uno (no una mente racionalista, sino una mente que le agrega densidad, metáfora, a las imágenes que vienen y van hacia el mundo)? Ausencia o atrofia, impotencia, de esa mente-interfaz.
Es el mundo que la rodea, sus rituales, sus códigos, sus exigencias, sus reflejos, lo que, en clave de imágenes, enloquece, afecta y moldea a la bailarina. Su mente (¿su alma?), justamente, no filtra nada, no ameniza, no interpreta, no la cuida…. Podemos hablar también de sistema nervioso -como frontera permeable, como malla… (Sería otro nombre posible para ese interfaz entre el cuerpo y el mundo exterior).
El sistema nervioso, decíamos, está irritado; ese conductor de las afecciones está desbordado, se desarma, se vuelve incapaz de cumplir esa función de intermezzo entre el mundo y Nina. No hay pliegue sobre las líneas que fugan y se llevan puesto todo. No hay sí-mismo. Todo es derrame, una lluvia de imágenes filosas (de vuelta los reflejos en las ventanillas del subte, los espejos en el camarín o la sala de ensayo…). Bergson decía que ese conductor que es el sistema nervioso está compuesto de infinitos hilos tendidos de la periferia al centro y del centro a la periferia. Lo que vemos en la pantalla son los hilos de la periferia en estado puro. El centro no reacciona o reacciona impulsivamente. El problema es que ese centro (¿el yo?) está en crisis. Pura neurastenia. El sistema nervioso enfermo.

La locura
¿Qué es volverse loco? ¿Es literalizar lo que el mundo nos dice/nos muestra (la competencia, el deber ser, los mandatos…)? El mundo “habla” hoy más que nunca a través de imágenes. Proyecta imágenes. Lo bello, lo bien hecho, lo exitoso… Y Nina literaliza (¿cuál sería la palabra “literaliza” pero que se refiera a las imágenes?).
Nina literaliza las imágenes del mundo social. Pero también lo hace en relación al personaje del cisne negro. No hay diferencia entre Nina y el cisne negro. Nina deviene el cisne. Nina es el cisne. O mejor, en la composición entre Nina y su personaje no hay precisamente eso; personalidad-personaje. Hay intensidad que desborda etiquetas, nombres y divisiones sensibles. Hay despersonalización. Aquí el film esboza una lectura sobre la conflictiva relación arte/vida. Nina no hace de, Nina es el cisne negro. No hay metáfora, hay devenir, rompiéndose toda noción de representación. No hay interpretación, hay experimentación llevada a los límites. Sin prudencia. El borde desaparece (como el borde-sistema nervioso de su cuerpo) y Nina queda ahí suspendida en un devenir salvaje. El coreógrafo parece decirle, ‘está bien, el cisne blanco es una actuación, en ese personaje vos interpretás –uno de los niveles de perfección, el de la disciplina corporal, el cuerpo como artefacto, lo mecánico de la bailarina de la cajita musical–, pero para el cisne negro, no me servís. No quiero que actúes, quiero que seas’. Se diluyen las fronteras entre arte y vida, y esa disolución arrasa con nuestra bailarina.
Volvemos a la pregunta, ¿Qué es volverse loco?, ¿Nina está loca? Desde el discurso psicoanalítico se interpretaría las actuaciones de Nina como propias de un cuadro clínico, una monomaníaca, con un trastorno maníaco-obsesivo, etc. Siempre como patología individual.  Nina sería una psicótica (alterando constantemente las fronteras de realidad y fantasía). Pero si retomamos nuestra premisa inicial podemos decir que “el problema” no radica en el yo de Nina y en sus crisis. No vemos –o no nos interesa ver– en el film una proyección del convulsionado estado interno de Nina (un estado enfermizo, aturdido). El foco esta puesto en las imágenes turbulentas y punzantes que se adhieren a Nina. Una inversión bergsoniana: no hay en la pantalla proyección del caótico mundo interior de Nina, con imágenes cripticas e indescifrables, oníricas, procedentes de afiebrados parajes mentales… no hay fantasmas que se presenten como escenificación o síntoma de una ausencia.
Vemos imágenes. De nuevo, las que sacuden y convulsionan el frágil cuerpo de Nina (imágenes que lo excitan, lo violentan, lo disciplinan, lo moderan). No hay proyección del mundo interior, hay una mirada a lo siniestro posmoderno. No nos interesa una lectura en clave subjetivista (el clásico solipsismo de mucho cine hollywoodense). Esta lectura “salva” el contexto social.  Todo se reduce a una psiquis alterada por stress.


Hacerse otro cuerpo
La locura de Nina es la locura social. Mejor dicho, Nina se vuelve loca porque interioriza hasta la carne las imágenes-mandatos sociales. Y aquí también hay una batalla. Nina se sacude las imágenes de su mandato familiar –que transmite su madre– y a su vez parece preguntase –o si no lo hace, nos interesa preguntarnos a nosotros– ¿cómo nos hacemos otro cuerpo?, ¿Cómo construimos otros cuerpos?  Las imágenes familiares se desfondan porque Nina requiere otro cuerpo. Imagen monstruosa en el espejo, imagen del cuerpo-drogado o excitado en el bar o teniendo sexo con su compañera de ballet… imágenes de la desterritorialización de un cuerpo, de sus órganos: vagina para ser penetrada, masturbada, boca que injiere alcohol, pastillas, drogas, pelos que se sueltan del encorsetador rodete, pies que se deforman, tatuajes que ensucian la piel…. Un cuerpo que necesitan que pasen otras intensidades, impedidas por los estratos familiares, sociales, culturales... Quiero que llegues a tu casa y te masturbes, le pide el coreógrafo a Nina como tarea para el hogar.
Esto es la locura también.  La locura, la demencia de la desterritorializacion violenta… acecha el peligro de la muerte. Ese es también el vértigo de la bailarina.

Familiarismos
Hablamos de la imagen familiar que pierde fuerza performativa sobre el cuerpo de Nina y se diluye (no sin ejercer violencia) y la imagen  del coreógrafo que moldea el cuerpo de su bailarina como si todo fuera una gran caja musical y él estaría encargado de dar cuerda… Pero sabemos que las imágenes familiares son agentes de intersección entre los flujos sociales y nuestras máquinas deseantes. De nuevo una probable lectura psicoanalítica: la clara ausencia de el-nombre-del-padre. Ese Gran Otro que encarna la ley está ausente y es proyectado en la figura masculina del coreógrafo. La madre hitcochiana –aceptémoslo- que pierde poder de subjetivación sobre su hija (la competencia entre ambas es notable, la madre bailarina frustrada –castrada– por el nacimiento de Nina). La madre irrumpe con una fuerza sobrenatural queriendo permanecer en la pieza de su hija –y en su vida… el cuarto infantil de osos de peluche y sabanas rosas, esos mismos osos que Nina arrojara a un cesto de basura en una de sus crisis– actualizando su imagen cuando Nina se está masturbando en su cama o cuando hace el amor con su compañera de ballet, intentando ingresar por la fuerza (una verdadera fuerza incestuosa como diría Zizek leyendo los films de Hitchcoch), o en la pantalla del celular cuando está en el bar, o cuando le pregunta si el coreógrafo intento acostarse con ella…Estamos ante un cuerpo producido por la madre –en tanto flujos sociales, históricos, etc.- (el cisne blanco, la pureza y la castidad), pero también ante la crisis de esa producción. El cisne negro, la necesidad de encarnarlo, de vivirlo, necesita, como dijimos, otras intensidades que lo pueblen y lo recorran, requiere de otra producción. Allí es donde aparece la imagen del coreógrafo, intentando erotizar  ese cuerpo puro (besándola y arrancándole esa reacción animal de la mordida…). Una lectura desde este lugar hablaría de la transición de Nina: del cuerpo púber que intenta devenir mujer. Y la sangre de la puñalada en el vestido blanco de Nina en el epilogo trágico de la obra sería la metáfora de esa femineidad lograda.

Lo oscuro, lo misterioso
De cualquier manera se mantiene la premisa; hay una crisis de las imágenes de Nina, una crisis en la mediación de Nina y el mundo: Nina tomando las imágenes tal cual son, tal cual deberían ser. Sin metáforas, sin interpretación, sin sensualidad, como esas muñequitas de las cajitas musicales: repetición mecánica. Nina construye su definición de bien y de perfección en torno a eso… Pero un buen día Nina descubre (y se le insiste) que la perfección no es el control absoluto. La perfección no se alcanza por el disciplinamiento,  ni por el control mecánico, la perfección se logra desatando las fuerzas del mal. La perfección  no es entonces una medida o un valor técnico, la perfección es un nivel de intensidad (en la escena final Nina le dice a su coreógrafo, “Fue perfecto, lo sentí…”).  Hay un misterio. Ese algo más es como el “alma” del baile, de la belleza, de los movimientos. Esa constatación, esa falta es lo que perturbará su vida “perfecta”. Entonces Nina, la excelente bailarina, la hermosísima, la que proyecta imágenes divinas al bailar, tiene que lanzarse entonces a la búsqueda de la oscuridad, de la fuerza oculta… Y es en esa búsqueda de conexión con ese diferencial (de energía, de vitalidad…) donde la bailarina comienza su recorrido fantasmal: las imágenes hasta ahora perfectas se vuelven entonces siniestras, los espejos empiezan a proyectar fantasmas, el viaje en subte se vuelve tenebroso; la bailarina de la cajita musical que la acompaña al dormir se vuelve dolorosa. Bienvenida al lado oscuro.

Es el problema del sentido
¿Volverse loco es constatar esa grieta entre las imágenes, reflejos, proyecciones, representaciones y ese “plus”, que no se ve…? ¿Es reconocer que uno se ha separado del todo de ese diferencial en nombre de perseguir las imágenes como si todo terminase allí? La locura como una especie de fetichización de las imágenes (muy fuerte cuando es en el caso de la danza, justamente, que compromete al cuerpo y a fuerzas bien misteriosas…) o, mejor dicho,  descubrimiento de esa alienación, de esa pérdida de vínculo con lo vital, con lo sensual, lo inesperado.
¿Cuántas veces uno no encuentra sentido a lo que hace, a su trabajo, a su relación con otros, a las cosas que persigue? El temor a la locura es el temor a un día constatar de golpe esa pérdida, y descubrir que uno se deja o se ha dejado afectar por el mundo sin mediación, se ha dejado impregnar de imágenes y ha “comprado” todo olvidando ese diferencial, eso que “no se ve”, que no es “espiritu” abstracto sino deseo, sensualidad, nervios, sangre, latidos…
¿Cómo ejercitar una mente… a ver, antes que eso: como redefinir la mente, como concebirla no como racionalizadora, calculadora o “pensante”, sino como una maquinita productora de sentido, de interpretación, de deseo? Sino tendemos a profundizar esa "separación" y capaz que ni tenemos la suerte de Nina de enloquecer al constatarla y entregarse a remediarla...
                      
(Lean/Nacho, febrero 2011)



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